Elecciones 2018: de todo como en botica

1. Las elecciones del próximo año no solo serán las más grandes de nuestra historia (30 entidades de la República realizarán comicios concurrentes con los federales), sino que también las que contarán con el padrón mayor; más de 87 millones de ciudadanos. No hay evento político —ni de otro tipo— al que se convoque a participar a más ciudadanos.

2. Estarán rodeadas de un halo de insatisfacción y malestar. A diferencia de los comicios de las décadas precedentes en las que el ánimo público portaba buenas dosis de esperanza, hoy parece existir un desencanto marcado en contra de los instrumentos que hacen posible a la democracia (políticos, partidos, congresos y gobiernos) y que como señalaba el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) hace más de doce años, puede o se está convirtiendo en un malestar con la propia democracia.

3. Más allá del discurso simplista y maniqueo que coloca toda la responsabilidad de las desgracias nacionales en la llamada “clase política”, es menester reconocer que los nutrientes del desencanto son muchos y variados y que si no se atienden es muy posible que el malestar se siga expandiendo. No se requiere ser un gran analista para reiterar que la corrupción es uno de los elementos que más desprestigio arrojan sobre el mundo de la política, que la espiral de violencia que ha dejado una cauda de muertos, desaparecidos y familias destrozadas inyecta altas dosis de incertidumbre y temor a la convivencia social, que la falta de un crecimiento económico suficiente impide generar expectativas más o menos promisorias para las nuevas generaciones que se incorporan al mercado de trabajo y que las ancestrales desigualdades hacen de México un país plagado de tensiones por la falta de eso que la CEPAL ha denominado cohesión social. De tal suerte que si deseamos contrarrestar la pesadumbre es imprescindible atacar los nutrientes profundos de la misma.

4. Además, las próximas elecciones se darán en el marco de un fenómeno político de reciente data: si a lo largo de varias décadas la vida política del país se procesó, en lo fundamental, bajo el manto de un solo partido (1929-1988) con sus notables y hasta heroicas oposiciones; si luego vimos la forja de un sistema básicamente tripartidista (PRI, PAN y PRD), acompañados de formaciones menores (1988-2012), ahora la fragmentación política es mucho mayor. La escisión en la izquierda de la que surgió Morena, la caída de la votación, en términos relativos, del PRI y el PAN, la emergencia de partidos nacionales realmente competitivos en algunos estados (Movimiento Ciudadano en Jalisco o el PVEM en Chiapas, como ejemplos), más las nuevas candidaturas independientes, construyen un escenario más fragmentado que los del pasado inmediato, por no hablar del pasado remoto. Esa fragmentación no es artificial. Expresa las diferentes sensibilidades e idearios que cruzan al país, pero requiere de operaciones políticas para construir mayorías de gobiernos.

5. Esa fragmentación –cuyo rostro virtuoso es que quizá exprese de mejor manera la diversidad de identidades y proyectos que existen en México-, hace más difícil (algunos dicen, imposible) que alguna organización por sí sola pueda alcanzar la mayoría absoluta de la representación. No resulta casual entonces que prácticamente todos los partidos estén buscando forjar coaliciones electorales. Al escribir estas notas la más firme y segura parecía la de Morena con el PT; el PAN, el PRD y MC están intentando construir un llamado Frente Ciudadano que tendrá que trascender los obstáculos para acordar un programa de gobierno conjunto pero sobre todo una serie de candidaturas (destacadamente la presidencial), para llegar juntos a las boletas electorales; y es posible que al candidato del PRI puedan eventualmente sumarse el PANAL, el PVEM y el PES, aunque nada puede darse por seguro, y no sería extraño encontrar nuevas alineaciones. Lo cierto, sin embargo, es que la mayor fragmentación puso en el orden del día de todas las formaciones políticas la posibilidad y la necesidad de las coaliciones electorales.

6. Será una elección tan grande y estratégica que nadie ganará todo ni nadie lo perderá todo. Tendremos al final un Presidente (muy probablemente de minoría, como desde 1997), que deberá coexistir con un Congreso en el cual él y su partido no tendrán la mayoría absoluta de los escaños; pero algo similar puede pasar y pasará en algunas de las gubernaturas y en los estados de la República; tendremos además presidencias municipales a cargo de muy diversos partidos políticos y también encabezadas por candidatos “independientes”. Se trata de una obviedad pero que suele olvidarse porque nuestra tradición presidencialista volverá a colocar la mayor parte de la atención pública en la elección del titular del Poder Ejecutivo y en buena medida nublará lo otro que es mucho. No afirmo que la elección presidencial no sea la más relevante (por supuesto lo es), pero ello no debe impedir ver y valorar que lo que estará en juego es una nueva distribución del poder político.

7. Todas las corrientes políticas medianamente relevantes estarán presentes. No hay exclusiones de partida, aunque, por supuesto, hay autoexclusiones. Que el Consejo Nacional Indígena y el EZLN estén trabajando por lograr registrar la candidatura de una mujer a la Presidencia de la República es una buena noticia. La eventual candidatura puede ofrecer visibilidad pública y presencia en el debate a una voz de las comunidades indígenas, sin duda las más pobres, olvidadas y expoliadas de México. Y que eventualmente aparezcan candidatos “independientes” a los diferentes cargos de elección popular puede no solo multiplicar el número de ofertas, sino lograr que el sentimiento de exclusión se atempere.

8. Los eslabones fundamentales que componen la cadena comicial están bien diseñados y de facto ya no son motivo de debate. El padrón y las listas nominales de electores, la organización de la jornada, la capacitación de los funcionarios de casilla, el Programa de Resultados Electorales Preliminares o los conteos rápidos, hace todavía algunos años manzanas de la discordia, ahora prácticamente no se discuten y son eslabones que inyectan certeza al proceso.

9. Dígase lo que se diga, las condiciones de la competencia resultarán equitativas. El financiamiento público millonario y el acceso de los partidos a la radio y la televisión construyen un piso de equidad suficiente. Aunque por supuesto, esa construcción puede erosionarse por una serie de conductas ilícitas que los actores suelen activar: la compra y la coacción sobre el voto, el desvío de recursos públicos para beneficiar diferentes campañas, la utilización de recursos privados no reportados a la autoridad, erosionan las bases de la equidad y deben ser sancionados. Pero vale la pena subrayar que los partidos y sus candidatos no son criaturas inermes, desprotegidas, necesitadas de tutelaje. Por el contrario, no solo cuentan con militantes y estructuras partidistas más o menos implantadas a lo largo y ancho de la nación, sino que tienen recursos financieros y acceso a los medios que les permiten desplegar sus potencialidades.

10. No obstante, los litigios entre partidos y de éstos con las autoridades administrativas en materia electoral parecen ir al alta. Ha sido una muy mala idea convertir, paulatina pero sistemáticamente, al INE y los institutos locales en árbitros de los diferendos entre partidos. No solamente porque las autoridades administrativas electorales no se construyeron para ello y porque esa dinámica genera roces y tensiones recurrentes entre autoridades y partidos, sino porque México cuenta con 33 tribunales (32 locales y uno federal) que, esos sí, están diseñados para desahogar los litigios.

11. Punto central será la calidad del debate que desaten las diferentes campañas. Dicen los libros de texto sobre democracia que las elecciones deben ser los momentos privilegiados para que los diversos diagnósticos y propuestas puedan expresarse y confrontarse. Los problemas son tantos y de tal magnitud que necesitan ser reconocidos, ventilados, analizados, y sus eventuales soluciones delineadas y confrontadas. Si ello sucediera las campañas podrían convertirse en una fórmula para reconocernos como lo que somos: una nación no solo cruzada por la diversidad política, sino ahogada por un listado de pendientes, rezagos y problemas que impiden la edificación de una convivencia medianamente armónica.

12. No obstante, el debate también puede colocar en el centro los dimes y diretes, las descalificaciones mutuas, los escándalos de todo tipo, las tonterías y ocurrencias. En una palabra: las campañas también poder servir para seguir alimentando la espiral de descrédito de los actores políticos que actúan como si estuvieran bajo el formato de un juego de suma cero (aquel en el que lo que gana uno lo pierde el otro), sin darse cuenta que han construido un “juego” en el que todos pierden.

13. Lo más probable es que en los próximos meses veamos una combinación de los puntos 11 y 12. Sí, debates informados y pertinentes junto con un alud de inmundicia. Aunque sería bueno que la balanza se inclinara hacia la deliberación sustantiva y no hacia el circo de ocurrencias y ataques cansinos. No olvidemos que la calidad de la democracia en buena medida tiene que ver con la calidad de la deliberación. Y en esa tarea tienen un papel privilegiado candidatos y partidos, aunque medios y analistas, académicos y organizaciones civiles, mucho pueden contribuir a que el debate sea más robusto e informado. Veremos.

14. Alguna ocasión un funcionario electoral panameño me dijo, no sin ironía, que lo mejor que le puede suceder a la autoridad electoral es que la oposición gane y gane por mucho, y lo peor es que el gobierno gane y gane por poco. Y para cualquier escenario debe estar preparada la autoridad, porque lo único que no depende de ella es el resultado. Pero creo que algo similar jamás lo hubiese dicho una autoridad electoral de algún país democrático de añeja tradición. En México seguimos temiendo la reacción de los perdedores, no solo porque es difícil aceptar la derrota, sino porque cada vez agregamos más causales para eventualmente anular una elección. En la última reforma se estableció que si algún candidato rebasa el tope de gastos de campaña en más de un 5 por ciento y la diferencia entre el primer y segundo lugar es menor al cinco por ciento de los votos, la elección debe ser anulada. El objetivo de los legisladores resultaba claro: establecer una penalidad extrema para inhibir el sobre gasto de campaña. No obstante, sin querer queriendo, también se estimula a que el perdedor, que por cierto ya no tiene nada más que perder, inicie un litigio de anulación precisamente por esa causa.

15. Al final, sin embargo, es muy probable que ninguno de los partidos (e incluso coaliciones) logre la mayoría absoluta de escaños en las Cámaras del Congreso. De tal suerte que en los escenarios más factibles tendremos de nuevo un Presidente de la República de minoría. Lo que pondrá en el orden del día la posibilidad, que hoy abre la Constitución, de eventualmente construir un gobierno de coalición. De suceder lo que aquí se apunta el nuevo Presidente podrá quedarse encabezando un gobierno de minoría con la necesidad de negociar —caso por caso o por paquetes— cada asunto que tenga que pasar por el Congreso o podrá intentar construir un gobierno de mayoría sumando a alguno o algunos de los partidos con asientos en el Congreso. Esa coalición deberá presentar un programa de gobierno, otro legislativo y edificar un gabinete pluripartidista que debe ser aprobado por el Senado. Una posibilidad inédita que responde precisamente a los tiempos de una mayor fragmentación política.

16. Lo cierto es que tendremos auténticas elecciones. De pronóstico reservado puesto que los humores públicos son cambiantes y diversos a lo largo y ancho del territorio nacional.

 

Texto publicado en: Nexos, https://josewoldenberg.nexos.com.mx/?p=394