He repetido muchas veces que por prudencia es mejor ser historiador que intentar ser pitonisa. De tal suerte que escudriñar cual es la perspectiva de la democracia no es sencillo y seguramente tiene una alta dosis de incertidumbre generada por las preocupaciones del momento. Pero el ejercicio puede resultar interesante si ponderamos aquello que tiende a fortalecerla y aquello que tiende a erosionarla en el aprecio de las personas. Eso es, y no otra cosa, lo que intentaré hacer aquí. Pero antes una breve introducción.
Introducción
Permítanme iniciar con unos apuntes sobre lo sucedido en las últimas elecciones federales (las de este año) y una referencia al pasado inmediato. Porque si bien las elecciones no son sinónimo de democracia, lo cierto es que sin ellas resulta imposible hablar de democracia. Y estamos obligados a inyectar al análisis de las elecciones la dimensión política. Suena obvio, pero pareciera que de pronto se nos olvida lo fundamental: los ciudadanos que acuden a las urnas y votan. Al escuchar y leer a algunos parecería que todo se reduce a un asunto de malas mañas, compra de voluntades, presiones ilegales, ríos de dinero que todo lo inundan, olvidando que el día de los comicios comparecen ante la urna millones de ciudadanos que votan según su muy real saber y entender. No digo que las malas artes no existan, pero no lo explican todo.
1. Antes de los últimos comicios, se habían celebrado, desde 2015, 21 elecciones para renovar gobernadores. Pues bien, en 13 ganaron las oposiciones (Aguascalientes, Chihuahua, Durango, Guerrero, Michoacán, Nuevo León, Oaxaca, Querétaro, Quintana Roo, Sinaloa, Sonora, Tamaulipas y Veracruz) y en 8 se mantuvo en el gobierno el mismo partido (Baja California Sur, Campeche, Colima, Hidalgo, Puebla, San Luis, Tlaxcala y Zacatecas). En el 62 por ciento de los casos hubo alternancia y en el 38 continuidad. Estos datos (creo) ilustran que no existe un gran titiritero (el gobierno o los gobiernos) y unos títeres (nosotros). El malestar con los gobiernos puede estar explicando ese fenómeno.
2. De las 34,094 casillas que debían colocarse en los estados, todas funcionaron. No es un asunto menor, menos una cuestión rutinaria. Mucho nos dice de las autoridades electorales pero sobre todo de los ciudadanos –insaculados y capacitados- que cumplieron con su tarea. Pese al mal humor público imperante, cientos de miles de vecinos siguen realizando una labor fundamental en el desarrollo de los comicios.
3. La participación no fue mala. En el estado de México pasó del 46.15 por ciento en 2011 al 52.5 según datos del PREP. Un incremento de más del 6 por ciento. Aunque en Nayarit y Coahuila se mantuvo casi en las mismas cifras que en el pasado, pero por encima de la del Edomex (un poco más del 60 por ciento). No existe un abandono de las urnas, por el contrario. Legiones de ciudadanos se presentan a la cita y ejercen un derecho fundamental.
4. En los resultados del estado de México influyeron diferentes “variables”. Pero no conviene excluir a la política. Todas las encuestas previas al día de la elección indicaban que la mayoría de los ciudadanos deseaban un cambio. Y eso se constató con la votación. El “pequeño detalle” es que las oposiciones fueron cada una por su lado. Esa fragmentación ayudó al PRI, pero también estuvo a punto de favorecer a Morena.
5. En Nayarit, único estado en el que la diferencia fue amplia, si hubo coaliciones. Por un lado, PAN-PRD-PT y un partido regional), por el otro (PRI-PVEM-Nueva Alianza). Antonio Echevarría de la primera ganó y el margen fue tan amplio que el perdedor aceptó su derrota.
6. En Coahuila, el Conteo Rápido le dio al candidato del PAN y aliados entre el 36.64 y el 39.08 por ciento de los votos y al del PRI y compañía entre el 34.75 y el 37.34. Y dado que los números se empalman fue claro desde el inicio que habría que esperar hasta el conteo oficial. Esa necesidad se incrementó cuando el PREP, que dejó de contabilizar un número muy elevado de actas (más de mil), dio un resultado en el que el abanderado del PRI (38.31) supera al del PAN (36.81). Hubo que esperar al recuento oficial.
7. En Veracruz se precipitó un alud contra el PRI. Perdió 54 alcaldías. De 212 ayuntamientos, 112 fueron ganados por la coalición PAN-PRD, 36 por el PRI-PVEM, 18 por Nueva Alianza y 17 por Morena. Pero si uno se concentra en las 10 ciudades más importantes la derrota es mayor: PAN-PRD ganaron 5 (Veracruz, Tuxpan, Córdoba, Papantla y Boca del Río) Morena 4 (Xalapa, Coatzacoalcos, Poza Rica y Minatitlán) y el PRI solo una (Orizaba). ¿Tendrá algo que ver la gestión y la rapiña del gobernador Duarte?
Lo que quiero ilustrar es que el mecanismo electoral está funcionando, pero nadie en su sano juicio puede negar que se reproduce en un ambiente de profundo malestar.
(Me) llaman la atención las profundas convulsiones a las que se encuentra sometida nuestra germinal democracia en comparación con la relativa quietud que acompañó al antiguo régimen heredero de la Revolución Mexicana. Y no creo que sea el autoritarismo que caracterizó al segundo ni la difícil democracia del presente lo que en sí mismo puedan explicar ese contraste. Sería además una “explicación” circular y por ello insuficiente.
Visto en retrospectiva resulta vistosa la estabilidad del régimen de la post revolución. Durante varias y dilatadas décadas destacó en el contexto de América Latina en donde golpes de Estado, intentos por edificar o consolidar democracias y revueltas de diferente tipo inyectaban altas dosis de incertidumbre e inestabilidad.
¿Cuáles fueron los nutrientes de ese consenso (si se quiere pasivo) con los gobiernos que se decían herederos de la lucha armada? Adelanto algunas ideas que no son originales ni mucho menos pretenden ser exhaustivas: A) Una asentada legitimidad de la llamada ideología de la Revolución Mexicana. Si bien se trató de un ideario vaporoso que cobijó muy distintas y en ocasiones contradictorias políticas, la Revolución (la que destruyó el viejo Estado liberal-oligárquico) mantuvo en buena parte del imaginario público no solo su carácter de empresa heroica sino capaz de edificar un país más justo. B) La construcción de un sistema de mediaciones con las grandes organizaciones de masas que permitieron una negociación permanente -si se quiere asimétrica y también subordinada- de los intereses de los grupos representados. Para sus dirigentes promociones políticas y para sus afiliados mejoras paulatinas en sus condiciones de trabajo y de vida. C) La construcción de instituciones públicas destinadas a atender algunas de las necesidades más sentidas de los trabajadores: desde el Seguro Social hasta el original Departamento de Asuntos Agrarios (solo como ejemplos), esas instituciones se dedicaron a procesar y resolver reclamos diversos. D) Pero sobre todo un crecimiento económico sostenido y alto, que aunque nunca distribuyó sus frutos de manera equitativa, fue capaz de forjar un horizonte en el cual los hijos vivirían mejor que sus padres. Y esa esperanza en buena medida se cumplía. E) Y si a ello agregamos el contexto latinoamericano aludido al inicio, México aparecía como una sociedad más habitable que sus similares y conexas. (Por supuesto estas notas no pretenden esconder las múltiples luchas, huelgas y revueltas que se llevaron a cabo contra el “orden establecido”, pero tratan de captar los trazos más generales de la situación).
Nuestra naciente democracia modificó la fuente de la legitimidad: a través de elecciones, las diferentes ofertas tienen que ganar la adhesión de los ciudadanos. La legitimidad derivada de la Revolución resulta tan remota que no significa nada para la inmensa mayoría de los ciudadanos; el contexto internacional se modificó y el consenso prodemocrático es hegemónico; las organizaciones de los trabajadores, desgastadas por años de subordinación y antidemocracia, difícilmente gravitan en la escena pública, y son los sectores medios –dispersos y diversos- los que pesan más en los circuitos de deliberación pública; muchas de las instituciones siguen funcionando y atendiendo necesidades de diferente tipo, pero se encuentran desgastadas y al ser sectoriales (no universales) dejan sin cobijo a millones de excluidos.
Sin embargo, la nueva legitimidad se ve también erosionada sobre todo por la corrupción (antes, no suficientemente exhibida), el estremecimiento que produce la violencia expansiva y la falta de crecimiento. El proceso democratizador ha sido acompañado de un crecimiento económico insuficiente, incapaz de crear los empleos formales necesarios, fomentando la informalidad, y, lo más devastador, construyendo un horizonte en el cual en infinidad de familias los hijos están destinados a vivir peor que sus padres. Lo cual genera un malestar más que explicable: justo. Y me temo que si esos déficits (para usar un adjetivo benévolo) no se atienden, el aprecio por el nuevo régimen seguirá desgastándose. Máxime que una sociedad cruzada por desigualdades sociales oceánicas, como la mexicana, difícilmente puede edificar eso que la CEPAL llama cohesión social.
Lo que la fortalece
Vamos a las elecciones más grandes de nuestra historia. Un presidente, 500 diputados federales, 128 senadores, 8 gobernadores y el jefe de gobierno de la Ciudad de México, 27 congresos locales integrados por 983 diputados, y alcaldías en 25 estados con 1,796 cargos (alcaldes, síndicos, regidores, concejales y juntas municipales).
Y nos acercamos en medio de un hartazgo extendido con la vida política, un malestar en la democracia que, como lo alertaba el PNUD desde 2004, se está convirtiendo en un malestar con la democracia, una fragmentación partidista (que al parecer se mitigará con coaliciones electorales varias) que se incrementará con la irrupción de los candidatos independientes, y con una legislación electoral cada vez más barroca en la que palpita la extraña ilusión de que todas las variables que concurren en unos comicios pueden ser controladas como si estuviésemos en un laboratorio de química.
El desencanto, sin embargo, puede ser explotado sin ton ni son y corremos el riesgo de no distinguir lo que debemos conservar, defender y reformar de aquello que hay que desterrar. Se escuchan disparos y fuegos artificiales contra toda institución pública, casi por inercia, porque resulta fácil y está bien visto.
Quizá por ello es necesario subrayar dos adquisiciones recientes que han permitido mejorar y hacer más civilizada nuestra vida política y que presidirán los comicios del próximo año. Pasan desapercibidas quizá por obvias, pero no son menores: A) No existe fuerza política, corriente académica, grupo de poder o medio de difusión significativos que no acepté que la única fórmula legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la vía electoral y B) Nadie ganará todo ni perderá todo. Tendremos congresos plurales, ayuntamientos gobernados por distintas expresiones políticas, gobernadores de dulce, chile y manteca y un senado multicolor.
A) Lejos estamos del predominio de la retórica revolucionaria como fuente de legitimidad. Por ejemplo: Fidel Velázquez declaraba, sin rubor –cito de memoria-, que lo que obtuvieron por las armas no lo iban a ceder por el insípido método electoral; o, ciertas franjas relevantes de la izquierda ensoñaban una revolución que, según ellas, despuntaba en el porvenir. Esto sucedía hace apenas 40 años y menos. No obstante, México, y sus fuerzas políticas fundamentales, a querer o no, transitaron de los discursos “revolucionarios” en los cuales, quienes se autoproclamaban como tales negaban legitimidad a la existencia de sus adversarios, a fórmulas oratorias y de convivencia en las cuales, por necesidad o por virtud, reconocen que no se encuentran solos en el escenario y que la diversidad de opciones políticas llegó para quedarse.
B) Hasta bien entrados los años ochenta el mundo de la representación seguía siendo monocolor. Una sola fuerza política –con excepciones de poca monta- habitaba ese mundo. Hoy, es un universo en el que convive y compite la diversidad política. No obstante, lo que está en juego –3,416 cargos públicos- suele opacarse porque la Presidencia solo será para uno, y nuestra cultura “presidencialista” suele no ver el bosque sino solamente ese árbol (que sobra decir sigue siendo el más relevante). El pluralismo equilibrado que se reproduce entre nosotros desterró hace un buen rato la noción de partido hegemónico y lo más seguro es que mientras unos ganen la presidencia otros triunfarán en algunas gubernaturas y unos terceros en otras. Habrá congresos sin mayoría absoluta y otros donde esa mayoría será de distintos colores, para no hablar del mapa de la representación en las alcaldías. Eso debería contemplarse como una buena noticia no solo porque dejamos atrás a los “nacidos para ganar y los condenados a perder”, sino porque genera contrapesos institucionales y podría incluso servir como amortiguador de la contienda presidencial.
Lo que se encontrará en juego es un nuevo reparto del poder político, que por supuesto no se encuentra única y exclusivamente en la presidencia.
Las condiciones de la competencia se han equilibrado como nunca antes en la historia del país. Primero se abrió la puerta para que las corrientes político-ideológicas a las que se mantenía segregadas del mundo electoral pudieran ingresar, al tiempo que se inyectaba un cierto pluralismo a la Cámara de Diputados (1977), luego se edificaron las instituciones que debían garantizar imparcialidad y certeza en las elecciones (1989-90) y al final se tomaron medidas para construir condiciones de la competencia equitativas (1996). Los legisladores utilizaron dos palancas poderosas: dinero público suficiente para los partidos y acceso a los medios de comunicación de manera equilibrada. Con ello el marco electoral fue reformado de principio a fin. Y los contendientes aparecieron en la escena como maquinarias poderosas capaces de disputar entre sí: por ello los fenómenos de alternancia, los congresos equilibrados, la coexistencia de gobernadores con presidentes municipales de distintos partidos. En 2017 los partidos recibirán 8 mil 500 millones de pesos de recursos federales y locales y tendrán derecho, en conjunto, a 10.7 millones de spots. No son pues “jugadores” anémicos.
Ese piso robusto de equidad, sin embargo, puede ser erosionado –no destruido- por conductas ilícitas.
1. Desvío de recursos. Si un funcionario público deriva recursos para las campañas debe ser sancionado. No hay excusa ni pretexto. Los recursos humanos, materiales y financieros que tiene bajo su administración deben ser utilizados para los fines que persigue la institución y cualquier desvío constituye un delito. No se ha inventado mejor método para atajar esos ilícitos que la cárcel y la recuperación de los recursos mal utilizados. No se trata solo de un asunto electoral. Y todos los días conocemos de ese tipo de ilícitos que deben ser perseguidos por las procuradurías y si se trata de la materia electoral por la FEPADE y en su vertiente administrativa por el INE.
2. Compra y coacción. El caldo de cultivo de esa práctica es la profunda desigualdad que modela al país. Las necesidades apremiantes de muchas personas pueden construir relaciones asimétricas en las que por algunas dádivas se intercambien votos. No obstante, existen poderosos mecanismos para nulificar la compra: el votante ejerce su derecho en soledad, se vota en un espacio circunscrito por una mampara que solo permite el ingreso de una persona a la vez, de tal suerte que como publicitó Andrés Manuel López Obrador, se pueden recibir “los obsequios” y luego votar en libertad. Lo cierto es que una vez que los votos son depositados nadie puede distinguir entre sufragios auténticos y comprados. Por ello es menester atajar y sancionar ese ilícito antes o durante la jornada electoral. Pero mientras México siga siendo un país marcado por oceánicas desigualdades, dónde millones vivan con carencias materiales extremas, el campo estará sembrado para que los candidatos –de todos los colores- intenten ganarse la voluntad de muchos con “regalos”.
3. La legislación electoral mexicana no solo estableció una base de equidad, quiso además construir un “techo”. Los contendientes no pueden gastar más allá de una cantidad establecida. Y a partir de 2014 sobrepasar el límite de gasto, si la diferencia entre el primero y el segundo lugar es menor del 5 por ciento, es causal de nulidad de la elección. El legislador quería mandar una señal fuerte: si se traspasa el tope la elección no es válida. Y si durante el proceso de fiscalización se demuestra que eso sucedió la elección debe anularse. Sin embargo, esa causal puede activarse para impugnar simplemente porque no se obtuvo el resultado esperado. Hay que recordar que la fiscalización de todas las campañas (federales y locales) debe ser desahogada por el INE en un tiempo perentorio. Y el problema mayor –creo- es que el punto de partida son los informes que presentan los propios partidos (no puede ser de otra manera) y que si los candidatos o los partidos manejan recursos por vías paralelas privadas, el rastreo de los mismos no es tarea sencilla. Suele olvidarse que antes de la última reforma el sistema descentralizado dejaba en manos de los institutos locales esa tarea.
Nuestra germinal democracia es precaria porque está edificada en terrenos movedizos: una sociedad escindida por oceánicas desigualdades. Ojala esa fuera también la preocupación de muchos demócratas.
A pesar de todo, el poder de atracción de las elecciones sigue gravitando. Fuerzas y grupos que antes le daban la espalda han anunciado que ahora participarán y esas para mí son buenas noticias.
El Congreso Nacional Indígena (CNI) y el EZLN postularán a una mujer indígena para la presidencia de la República. Se trata de una iniciativa ofrecerá visibilidad pública a la situación y las reivindicaciones de las comunidades indígenas, que pondrá en el centro de la atención una agenda opacada y que puede multiplicar el peso político del mundo indígena. Si mal no entiendo, ahora, y a diferencia de “la Otra Campaña” (2006) que básicamente fue solo testimonial, intentarán que su candidata sea registrada como tal y aparezca en las boletas. No deja de ser relevante que el CNI y el EZLN intenten explotar de manera legítima las posibilidades que abre el llamado orden institucional. Es una ruta compleja, tortuosa, pero quizá más productiva que la del auto aislamiento.
La iniciativa, eventualmente podría ser incluso más fructífera, si se animaran a acompañar a la abanderada presidencial con otras candidaturas (digamos) a gobiernos estatales, municipales, a las Cámaras del Congreso federal y los congresos locales. Porque en algunas regiones del país posiblemente podrían obtener resultados nada despreciables que les permitieran estar al frente de gobiernos o en los circuitos legislativos tanto locales como nacionales.
Algo similar puede decirse de la multiplicación de candidatos independientes. Se trata de una vía que intentará ser explotada por ciudadanos que hasta ahora no encontraban forma para convertirse en candidatos y para políticos partidistas que no fueron arropados por sus respectivas agrupaciones. Lo que quiero subrayar es que por motivos diversos el imán electoral sigue atrayendo voluntades y eso por lo que se mencionaba antes: no hay fuerza política medianamente significativa que no afirme que la única vía legítima para llegar a los gobiernos y los congresos es la electoral.
Lo que la debilita
No existe un solo nutriente del malestar. Tampoco pretendo enumerarlos todos. Pero los siguientes, creo que resultan ineludibles.
Corrupción. Quizá no exista un disolvente más poderoso de la confianza en las instituciones que la corrupción. Cuando se desvían recursos para beneficio personal, se demandan “moches” para autorizar una obra o realizar una compra, cuando se utiliza la infraestructura material y humana para fines diferentes a los programados, además de cometerse delitos claramente tipificados, se inyecta una dosis importante de incredulidad en los organismos públicos.
Cierto, la corrupción no se encuentra solo en las instituciones estatales. En el ámbito privado y social se pueden documentar infinidad de casos y en muchas ocasiones la corrupción estatal está anudada a la de grandes o medianas empresas. Pero el efecto corrosivo de la corrupción en las entidades públicas, sumada a la impunidad, genera un malestar y una irritación que erosionan un valor fundamental: la confianza. Si no se le combate, solo se robustece el cinismo y la desvergüenza.
El proceso democratizador que vivió el país hace más visible esa peste. Los partidos se denuncian unos a otros; el acceso a la información pública –antes manejada como si fuera privada- permite la detección de anomalías de diverso tipo y magnitud; los medios, antes atados a la dinámica oficial (con sus siempre meritorias excepciones), ejercen su facultad de indagar y denunciar raterías sin fin; y grupos de la sociedad civil, atentos y preocupados, ponen el dedo en llagas purulentas. Esa mayor visibilidad va acompañada de una menor tolerancia social hacia la corrupción. Y qué bueno que así sea.
La exposición de pillerías desata en sí misma una especie de sanción pública moral. Quienes son exhibidos sufren una merma en su prestigio, credibilidad y confianza. Si bien en algunos casos los llamados juicios mediáticos pueden resultar injustos y el inculpado tiene escasos medios para defenderse (de ahí la importancia de fortalecer el derecho de réplica), lo cierto es que la publicidad de los actos de corrupción resulta un eslabón pertinente si se quiere revertir esa penosa situación. La utilización política de los casos es otra palanca eficiente. Los fenómenos de corrupción son manejados como una poderosa arma de descalificación del adversario cuando el partido A acusa al partido B o cuando el candidato X demanda castigo para el candidato Z por sus malos manejos.
Pero ni la exhibición pública de la corrupción ni su utilización como arcabuz político son suficientes. Se requiere y reclama –con justicia- que los culpables sean sancionados tanto por la vía administrativa como por la penal y que se intente recuperar para el erario público los bienes y dineros mal habidos. Ese contexto de exigencia, construido a fuerza de casos que quedaron impunes y de la documentación de desvíos multimillonarios de recursos, fue el que activó la iniciativa para crear un Sistema Nacional Anticorrupción.
Demagogia e identidades cada vez más débiles.
1. El primer y quizá más relevante recurso de la política es la palabra. El instrumento con el cual el político entra en contacto con su auditorio, la fórmula para generar empatía y en los mejores casos, para develar los problemas, analizarlos, ofrecer soluciones. El discurso tiene usos múltiples pero resulta insustituible en una actividad en la cual hay que buscar el apoyo de los ciudadanos que eventualmente pueden otorgar el triunfo o la más desconsoladora derrota.
Por ello mismo, para Platón –nos explica Valentina Pazé en “La demagogia, ayer y hoy” en Andamios Nº 30)- demagogia y democracia eran una y la misma cosa. No una posible degeneración de la segunda, sino su cara natural. Dado que los representantes requieren ganar el aprecio de los representados, “tienen que adivinar los gustos y los deseos de las masas”. No conviene contradecirlas, por el contrario, hay que darles por su lado. El orador “lo único que enseña es precisamente las opiniones de la masa misma, que son expresadas cuando se reúnen colectivamente, y es esto lo que llaman saber”. Se trata de explotar el mínimo común denominador del auditorio, de simplificar, de acuñar frases pegajosas y fórmulas que resulten apetitosas para los medios. Cualquier razonamiento medianamente complejo difícilmente impactará al respetable. Si se quiere ser aclamado es necesario “descender” al nivel de los más. Quiero pensar, no obstante, que la política –la buena- puede servir para develar los problemas, discutirlos y eventualmente forjar soluciones. Ese es el sentido profundo de la política democrática y quiero pensar que se puede recuperar.
2. Las grandes construcciones ideológicas están en desuso. En el pasado forjaron historias y leyendas, identidades, ofrecieron sentido a la política, una narración del pasado y un porvenir por edificar. Comunistas, socialdemócratas, liberales, democratacristianos, conservadores, fraguaron casas distintas y en su interacción y lucha modelaron la política y brindaron un sentido de pertenencia a sus seguidores. Hoy, son referentes lejanos y ajenos para la mayoría.
Los programas también brillan por su ausencia. A lo más se anuncian buenas intenciones que suelen ser compartidas por todos: “más y mejor educación; salud pronta y expedita; justicia universal; combate a la corrupción” y por ahí. No son suficientes para diferenciar a los adversarios porque lo que repiten son metas compartidas y no rutas para llegar a ellas.
El recurso entonces para lograr crecer en las preferencias del público –se cree- es la descalificación del adversario. Y puesto que las ideas parecen no conmover a (casi) nadie, lo óptimo, se piensa, es sacar los trapitos al sol del enemigo. “El nuevo tipo de política, basada no en los principios sino en los individuos y su popularidad, está configurada por el escándalo…Lo fundamental se volvió destruir la legitimidad de los contrincantes. El escándalo (sexual, de corrupción, etc.) es el mecanismo más eficaz porque permite arruinar la reputación del individuo de golpe…”, nos dice Luciano Concheiro en Contra el tiempo (Anagrama).
3. Bajo el supuesto de que se encuentran en un juego de suma cero, los partidos creen que la descalificación del contrario redunda en su propio beneficio. Lo que gana uno lo pierde el otro, piensan y se regocijan. No les cabe en la cabeza que están bajo un formato en el que todos pierden a los ojos del público. Los “ganadores” recogen despojos.
Total, demagogia, escándalos y descalificaciones mutuas arman una bonita espiral destructiva.
Desigualdad, carencia de crecimiento económico. Los retos del México de hoy son de una profundidad tal que solo asumiéndolos y procesándolos en conjunto –a través de la buena política, que supone la deliberación pública- podremos intentar salirles al paso.
Dígase lo que se diga hemos avanzado en términos democráticos. Las elecciones competidas, el equilibrio de poderes constitucionales, el ejercicio de las libertades, los fenómenos de alternancia, están ahí y bastaría recordar lo que sucedía en México hace 40 o 30 años para constatarlo. Pero ese mismo proceso, al desmontar el orden autoritario, cuya cúspide la constituía el Presidente de la República, amplió los márgenes de libertad de muchos actores (gobernadores, grandes empresarios, iglesias, medios de comunicación, etc.) y generó huecos y nuevos espacios de los que se han apropiado (de manera legítima o ilegítima) diferentes fuerzas sociales e incluso bandas delincuenciales, lo que multiplica los grados de complejidad de la gestión gubernamental. Los avances en términos de libertades, coexistencia del pluralismo, autonomía de los poderes y demás, es necesario apuntalarlos. Pero no será posible si no abrimos el campo de visión y nos avocamos a reformar aquello que está debilitando el aprecio por los instrumentos que hacen posible la democracia.
Lo que se encuentra a flor de piel es la corrupción sin sanción (ya nos referimos a ello) y la espiral de violencia que ha trastocado y trastoca la vida de millones. Nada lastima más la convivencia social que la espiral de violencia que va dejando una cauda de muertos, desaparecidos, torturados, familias quebradas y ansias de venganza. Para frenar la violencia se requiere combatir a las bandas criminales sin que las instituciones del Estado vulneren y violen los derechos humanos.
Pero en una capa más profunda, sin la misma visibilidad pública, se encuentra el caldo de cultivo que alimenta las patologías sociales y que no es otro que el de una sociedad escindida. El centro de la política debería ser un horizonte que paulatinamente fuera diluyendo las abismales desigualdades que cruzan al país, sacando de la pobreza a los millones de mexicanos que por ese solo hecho no pueden ejercer a plenitud sus derechos. Y para ello se requiere una política económica que más allá de preocuparse por la estabilidad financiera y la inflación ponga en el centro lo que tensa y escinde al país: la oceánica desigualad. “De no ser así –dice Rolando Cordera- la legitimidad que la democracia le confiere al Estado tenderá a ser corroída por demandas sociales crecientes pero sin concierto…” (“Otra vuelta de tuerca”, Voz y voto Nº 291, V-17). Porque un país polarizado socialmente no es terreno fértil para la reproducción de relaciones democráticas. Hay que construir –sí, construir, porque no será un fruto inercial del tiempo- lo que la CEPAL llama cohesión social, un sentido de pertenencia a una comunidad nacional que solo se logra si los frutos del esfuerzo colectivo se distribuyen de manera equilibrada.
Quizá la salida del laberinto requiera generar un horizonte y ese (creo) debe ser el del crecimiento económico con redistribución equitativa junto con el combate a la corrupción y la búsqueda de seguridad para todos en un marco de respeto irrestricto a los derechos humanos. Qué fácil se escribe. Qué difícil y monumental tarea.
Oteando el futuro
¿Liberalismo o populismo? Esa fue la pregunta que presidió los trabajos de la 80 Convención Bancaria. Me temo que no solo se trata de una opción maniquea sino impermeable a lo que sucede en nuestro país (y en buena parte de América Latina).
El liberalismo –que por supuesto no es uno, sino muchos- ha intentado a lo largo de la historia preservar un área de autonomía de los ciudadanos en relación a las instituciones estatales y al mismo tiempo ha buscado que los poderes públicos se encuentren regulados, fragmentados, vigilados y que sus decisiones puedan ser recurridas ante el Poder Judicial que debe ser autónomo. La pulsión que pone en acto al liberalismo es el temor a un poder estatal invasivo que coarte las libertades individuales y/o que concentrado se convierta en arbitrario, incontestado, absoluto.
Buena parte de lo construido en México en los últimos años en materia política, se ha realizado bajo el influjo positivo de esa corriente en convergencia con otras. La reivindicación del voto libre, secreto y respetado, la creación de instituciones estatales autónomas, el fortalecimiento de la división de poderes, la judicialización de no pocos diferendos políticos, han tenido la impronta del liberalismo. Y en buena hora. Por supuesto las nuevas realidades no pueden explicarse solamente por el impacto de las ideas, lo que en el fondo cambió fue la correlación de fuerzas en el Estado y en la sociedad. El equilibrio de poderes, la necesidad de activar a la Corte para resolver conflictos entre los mismos, los fenómenos de coexistencia de representantes de diversos partidos en el espacio estatal, son el resultado del tránsito de un sistema de partido “casi único” (como lo bautizó un ex Presidente) a un sistema de partidos más o menos equilibrado. Pero la preocupación por regular, dividir y fiscalizar a los poderes públicos sin duda tiene una fuente en el pensamiento liberal-democrático.
En contraste, el populismo –que también asume muchas expresiones- no tiene demasiado aprecio por las construcciones liberal-democráticas. Asumiendo que el pueblo es uno tiende a construir una representación personalísima del mismo. Ese pueblo sin fisuras, concebido como un bloque monolítico, no requiere de un complejo sistema de mediaciones para expresarse. Por el contrario. El pueblo y su liderazgo son una y la misma cosa y el laberinto democrático suele ser contemplado como una barrera innecesaria para la manifestación de las aspiraciones populares. Al líder populista le atrae y alimenta la relación directa con el pueblo. Le gusta la plaza no el Congreso. Tiende a despreciar o minusvaluar las Cámaras donde se expresa el pluralismo, no soporta que se le contradiga o impugne ante el Poder Judicial, las instituciones que le hacen contrapeso son vistas como enemigas.
Pero el populismo –por lo menos en América Latina- suele poner en el centro de sus preocupaciones las carencias populares, las desigualdades sociales, las necesidades no atendidas de amplísimas capas de la población. De ahí su éxito y de ahí su poder de atracción. No se trata solamente de una retórica y una práctica que flote en el aire, sino de una política que genera empatía entre millones de personas que se sienten –y con razón- excluidas, maltratadas, olvidadas.
Lo malo y limitado de la pregunta que presidió la Convención Bancaria es que parece que no existen más que dos sopas. Y ese problema de diagnóstico lo que construye es un callejón con dos salidas falsas, aunque sería mejor decir, dos salidas insatisfactorias. México requiere apuntalar, fortalecer y ampliar muchos de los logros que han edificado una germinal democracia. Pero si a esa agenda no se le agrega la llamada cuestión social, mucho de lo alcanzado se puede reblandecer (de hecho eso ya está sucediendo).
Es decir: a la agenda liberal-democrática es necesario sumar una agenda socialdemócrata. Que junto a la división de poderes, el Estado de derecho, las libertades individuales y súmele usted, aparezcan con fuerza y en el centro de las políticas los temas del empleo, los salarios, la cobertura universal de salud, la vivienda y por ahí. Una agenda que no solo amplíe y fortalezca las libertades, sino que construya un mínimo de cohesión social.
Ahora digamos lo mismo como si se tratara de una obra de teatro.
Primer acto. La ola democrática. Una conflictividad creciente en los años setenta mostró que la diversidad política e ideológica del país no cabía ni quería hacerlo bajo el manto de un solo partido, una sola ideología, una sola voz. Las últimas décadas del siglo pasado fueron las de un potente reclamo democrático que se expresó en movilizaciones, huelgas de hambre, apremios en materia electoral, creación de agrupaciones civiles que demandaban el respeto al voto, robustecimiento de los nuevos y viejos partidos, elecciones cada vez más competidas y seis reformas electorales sucesivas que acabaron por desmontar el añejo régimen monopartidista y abrieron paso a un sistema plural de partidos, más o menos equilibrado, altamente competitivo y que cristalizó en congresos plurales, fenómenos de alternancia, coexistencia de la diversidad en las instituciones representativas.
La democracia se entendía como un fin en sí mismo que permitiría la convivencia y la competencia institucional y pacífica de la diversidad política, y como un medio para lograr que muchos de los rezagos y las contrahechuras de nuestra vida política y social fueran atendidos. No fue casual entonces que partidos de diferente orientación y organizaciones sociales diversas, académicos y periodistas, individuos y funcionarios estatales, contribuyeran a desmontar la fórmula autoritaria de gobierno para abrirle paso a una germinal democracia. Bastaría comparar el mapa de la representación política de los años ochenta y el actual para constatar que el primer acto encontró una desembocadura digna de ser apreciada.
Segundo acto. La ola liberal. La colonización de las instituciones estatales por la pluralidad política tendió a equilibrar a los poderes públicos. Partidos competitivos y sus triunfos electorales hicieron que el presidente de la Republica estuviese obligado a convivir con un Congreso en el que él y su partido no tienen mayoría y algo similar sucedió en los estados. Los crecientes márgenes de libertad de los medios –acicates y beneficiarios del proceso democratizador- han servido para vigilar de mejor manera el ejercicio del poder. Y junto a ello se desató un potente reclamo por acotar, vigilar, denunciar y corregir el funcionamiento de las instituciones públicas. La discrecionalidad, la opacidad y la corrupción han puesto en acto un extendido clamor cuyos logros van desde reformas normativas (ejemplos: la ley de acceso a la información pública o la creación de un sistema nacional anticorrupción) hasta la emergencia y fortalecimiento de organizaciones civiles que denuncian los excesos del poder, reclaman la vigencia de sus derechos u ofrecen visibilidad a los reiterados actos de corrupción.
Es una ola que lleva varios lustros, cuyos objetivos no se han cumplido del todo, por lo cual continúa y tiene por objeto terminar con los poderes públicos caprichosos, abusivos y en algunos casos viciados. Se trata de un movimiento que intenta y logra expandir las libertades individuales, que desea protegerlas de la acción impertinente del Estado y que busca que las instituciones se comporten conforme a derecho. No obstante, quizá como una derivación no deseada (¿o sí?), al colocar en el centro de visión a las instituciones públicas se ha aceitado un resorte elemental que de manera inercial y reduccionista ve en éstas el manantial de todos los males. Un filtro incapaz de calibrar la profundidad de los problemas y las dificultades reales para su solución, que se regodea con una cantaleta simple y pegajosa que más o menos dice así: “todo es culpa de políticos tontos, ineficientes y corruptos” (que los hay en abundancia).
Tercer acto. La ola social. Por escribir. Los logros en código liberal-democrático están a la vista y los faltantes también. Pero el tercer acto ni siquiera ha empezado. Y para ello debemos activar a las instituciones públicas. La pobreza inamovible, la desigualdad social que escinde al país, la exclusión en el ejercicio de los derechos, los salarios mínimos pírricos, son temas que reclaman de políticas para revertirlos si es que queremos, como lo ha planteado la CEPAL, construir un mínimo de cohesión social. Porque me temo que si no lo hacemos, lo poco o mucho de lo edificado en los dos primeros actos, puede reblandecerse.
Texto publicado en: Nexos, https://josewoldenberg.nexos.com.mx/?p=402